miércoles, 23 de noviembre de 2011

Fetasa o el espacio de la supervivencia (paradójica)

Lo que sigue es parte del ensayo publicado en La Salamandra Ebria nº 1, que lleva por título Fetasa: la cesura de lo insólito como raíz de la incertidumbre, donde abordo el análisis de dicha obra de Isaac de Vega.

*

El principio de muerte, destruyendo cuanto existe, y el principio de la vida, con conatos de eternidad, reconstruyéndole con sus mismos despojos: un mundo disparatado, absurdo, inconcebible: nuestro mundo en fin.
BÉCQUER[1]

      Fetasa comienza mostrándonos a un personaje solitario sentado frente a la inmensidad del mar. Turbado, no recuerda sus últimas horas y se siente extenuado. Sólo se nos indica una obligación que ha de cumplir: debe ir hacia un vértice de la costa.

Fetasa - Isaac de Vega      El primer capítulo de la novela despliega ante el lector ya algunos recursos narrativos que configurarán el orbe entero de Fetasa. El paisaje árido y desolado (también existirán sus contrapartidas en el paisaje urbano de la imaginaria ciudad Miranda y en la pradera del capítulo VI o en el bosque presente en el final de la obra), las descripciones amalgamando el estado del entorno y las oscilaciones psíquicas y anímicas del personaje se repetirán en el transcurso de la novela. Gracias a una analepsis nos enteramos de la suerte de Ramón, personaje principal. Horas antes se ha encontrado, mientras caminaba, con un anciano que habita una gran construcción abarrotada de libros. Doble simbología: la ancianidad y la cultura estampada en los libros como emblemas del conocimiento. Este anciano le ha revelado su estado actual: Ramón se encuentra muerto. Desde aquí comprobamos cómo se opera el desgarro inicial de un discurso verosímil en términos de la experiencia cotidiana: Ramón ha traspasado el límite de la muerte y se halla en un espacio y en un tiempo indeterminados. A partir de ahora asistirá a un continuo de sucesos sorprendentes. 

      Si bien en un principio Ramón apenas recuerda nada, al hablar con el anciano desconocido rememora su convalecencia en el lecho, su lento agonizar y la aparición posterior de las Parcas, a quienes no logra reconocer. La dialéctica del olvido y la memoria acompañará el viaje entero que supone Fetasa: viaje de búsqueda, la acción narrativa se concentrará a través de múltiples transformaciones, involuntarias para Ramón, y su ansia de encontrar sentido a sus insólitas vivencias.

      El extraño fenómeno de haber muerto y, sin embargo, persistir como individuo signa, como decíamos arriba, la primera ruptura del cerco de la realidad cotidiana. Ramón, a pesar de esta circunstancia, padecerá sufrimientos y algunas gratificaciones, las emociones profundas anidarán en su mente y las reflexiones intermitentes no cobrarán menor vigencia que si continuase viviendo. Tenemos aquí una imagen, una experiencia fenoménica concreta de la muerte como suplantación de la vida, sólo que caracterizada por el desarrollo de las más fantásticas transfiguraciones. Recordemos que, para algunas mitologías y religiones, la muerte supone únicamente el trance a una experiencia ulterior a la vida, con la que comparte algunas similitudes, pero también cifra algunas divergencias.

      La paradoja señalizada en el padecimiento de dolor del muerto, como la asfixia presentida en el navío, halla su más cabal contradicción cuando Ramón, siendo esclavizado por ese personaje demoníaco, Juan, dueño de la isla de Intán –espacio en el que se desenvuelve la acción de los capítulos segundo y cuarto-, y que  representará la sombra amenazante que perseguirá a Ramón periódicamente, desea morir:

“Por entre todos los fantasmas, por entre todo lo irremediable, tenía que colocar su presente. Prefería la muerte en el mar. Pero ¿la muerte?”[2]
Fetasa - Isaac de Vega
      La muerte es el horizonte de finitud del hombre: su advenimiento implica, simultáneamente, la tragedia del término de la existencia y el límite que la mente requiere como frontera de realización. Nuestra identidad y todo el sistema de expectativas que incorpora el conocimiento del mundo se sustentan, en gran medida, en la capacidad de predecir. Son, por tanto, funciones ligadas a la iteración de fenómenos. Sólo somos capaces de prefigurar el comportamiento de otros o de los varios fenómenos del universo cuando hemos observado una cierta constancia en los mismos, esto es, cuando hemos identificado sensorialmente una regularidad en los procesos. La primera certeza humana, no por cronología sino por relevancia, es la muerte como cesación de la experiencia vital. Cierto: innumerables cosmovisiones humanas han expresado e imaginado la muerte como revestimiento de una posibilidad de otra realización o, al menos, de un renacimiento espiritual, que no material. Pero estas creencias conllevan un conjunto de rituales: a pesar del trauma de la experiencia del término, las nuevas contingencias que rodearían a la existencia tras la muerte aparecen, en las cosmogonías y mitologías respectivas, altamente codificadas. Así, el sujeto perteneciente a esas sociedades, a las sociedades que profesasen esas creencias, poseía un resquicio de impavidez frente a la muerte: sus códigos culturales posibilitaban vaticinar su andadura más allá de la misma.

      Sin embargo, a este personaje novelesco, Ramón, contemporáneo, se le presenta la muerte no como cesación sino como prolongación. En nada parecerían diferir los estados de vida y muerte, salvando los sucesos extraordinarios (hacia el final de la novela – y de este trabajo- veremos que no sólo se diferencian en esta circunstancia sino en una cuestión capital: la conformación de una Weltanschauung asaz divergente entre ambos estados). Si la muerte es cese de la vida, lo es como conclusión intelectual y emocional. Por esto, a Giuseppe Ungaretti le es dado escribir, en Sentimiento del tiempo:

“Muerte, árido río…// Desmemoriada hermana, muerte, / semejante me harás al sueño / besándome. // Tendré tu paso, / caminaré sin dejar huella. // Mi corazón será inmóvil / como el de un dios, seré inocente, / no tendré pensamientos ni bondad. // Con la mente tapiada, / con los ojos caídos en olvido, / seré el guía de la felicidad.”[3]

Fetasa - Isaac de Vega      Desmemoriada hermana, la muerte, del sueño y del yo poético –por afinidad deseante- que, en este poema, anhela precisamente la cesación: no tener pensamientos ni bondad, esto es, la insensibilidad absoluta (que en castellano expresara exquisitamente Rubén Darío en su célebre poema Lo fatal: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, / y más la piedra dura porque esa ya no siente”). Pero el sujeto anhela ese aspecto de la muerte por deseo de acabamiento. No otra es la pretensión, verbigracia, del moralista cirenaico Hegesias, quien aconsejaba la muerte como salida frente a la imposibilidad de alcanzar el placer. Curioso afán que no hace sino reforzar la imagen de la muerte como opuesto estricto de la experiencia vital[4]. En Fetasa asistimos a una  cadena de paradojas, siendo esta la primera: Ramón, ya fallecido, teme la muerte y percibe el dolor. Esta peculiar antinomia no se resolverá, habida cuenta que Fetasa constituye un espacio narrativo donde las paradojas que vertebran el discurso serán la matriz germinativa de la inestabilidad y lo imprevisible del universo fetasiano. Universo opaco y transparente a un tiempo: transparente por la inmediatez con que se presenta a Ramón la progresión de lo insólito; transparencia de lo innegable, pues; y opaco por cuanto la conciencia del protagonista ha de habérselas con la ineluctable perención de toda capacidad de predicción lógica, erigiendo una visión del mundo donde lo inimaginable acecha de continuo y cualquier evento presumiblemente conocido puede permutar en su contrario o en una ringlera de onerosas mutaciones.

      Ramón asistirá al asesinato del anciano que le rogara buscar una plancha de oro en un barco hundido; este acto, que se revelaría como una trampa del anciano para mantenerlo prisionero en la cámara del navío, llevará la libertad a un personaje que permanecía atrapado en el barco gracias a una argucia análoga utilizada por el viejo. La liberación se producirá debido a los intentos de Ramón por escapar. Este antiguo prisionero será quien dé muerte al anciano. Luego de esto, Ramón despertará en la misteriosa isla de Intán y será sometido a duros trabajos por un perverso personaje, Juan. Intentará huir construyendo una pequeña barca, pero será finalmente descubierto. Ramón  se adentrará en un túnel que le llevará a una ciudad, Miranda, donde pasará algunas horas solaces. No obstante, retornará a la isla impulsado por la llamada de Juan. Experimentará nuevas situaciones insólitas hasta llegar a una pradera donde todo se le presentará bañado de luz y armonía; incluso su físico rejuvenece y se topa con sátiros y ninfas. Se duerme en la pradera y, sin saber cómo, en el siguiente capítulo (VII) lo hallamos en su ciudad, entre los vivos.

      En su nueva situación, Ramón siente miedo de que lo reconozcan como a un muerto. Confiesa sus recelos a un antiguo compañero, a un médico y a un filósofo. Y he aquí que se produce una inversión perceptiva de la normalidad: los vivos observan como un hecho natural la noticia imposible. Así, su compañero González le asegurará: “Mi querido señor –le dijo conciliador-, le digo que no tiene por qué alarmarse. ¿Acaso no conoce usted muchos muertos que hacen vida normal, que atienden a sus negocios puntualmente? Yo mismo, en una calle próxima, tengo un cliente que hace diez años que está muerto” (pág.133). O el médico al que visita para consultarle sus dudas: “Yo en casa tengo un muerto. Es mi esposa, muerta dos meses después de nuestro matrimonio. No obstante hace diez años que vive conmigo, y hasta hemos tenido hijos. Todo eso es normal, querido amigo” (pág.139). Los fragmentos anteriores inciden en la fractura de lo plausible en el universo de expectativas normales, e instauran un universo regido por leyes ignotas, donde la misma perplejidad del fallecido al comprobar cómo los vivos aceptan semejante quebrantamiento de lo lógico, es compartida por el lector: la introducción del elemento fantástico actúa aquí abriendo una serie de posibilidades narrativas que, mediante el concurso de lo absurdo y lo imprevisible, abocan al sujeto a un replanteamiento de los moldes asumidos de la normalidad, y a percibir la angustia implícita en el subsuelo de la incertidumbre. Asimismo, el choque dialéctico entre Ramón y estos otros personajes se da en un contexto de elevación de lo absurdo hasta niveles donde lo risible coadyuva en el reforzamiento de lo absurdo mismo y, también, a una intensificación de lo trágico, tal como sostenía Ionesco. Nótese que Ramón apenas se inquiere sobre los sucesos fantásticos iniciales –lo insólito es, pues, más o menos aceptado por el personaje-, pero sí le asalta el asombro a partir de su reingreso entre los vivos. Podría explorarse una intensificación gradual de la extrañeza a medida que lo insólito puro de la primera parte de la novela -lo insólito visual, relacionado, por tanto, con la aparición primaria de lo fantástico-  se transfigura en lo siniestro absurdo – y, por ende, mental-. Esta intensificación se explicaría como consecuencia del paso de lo terrible y vitando por sí mismo, al de lo familiar que se torna incomprensible y hostil. Véase, en este sentido, el ensayo de Freud sobre Lo ominoso.

      En el último capítulo de la novela (XII), Ramón penetra en una casa donde residen las Parcas, quienes le desvelan el sentido de su singladura. Una de ellas afirma que se equivocó y empleó un hilo doble, de manera que “a cada vuelta que se deshacía, otra nueva se formaba”. Ha de reintegrarse, por tanto, al mundo de los vivos, como un vivo más. Ramón se rebela: todo su maravilloso viaje ha sido extraordinario y no quiere volver a ser un hombre más entre los hombres, un ente melancólico y alienado.  Ha sido un superviviente –muy peculiar-, y sabemos que “el superviviente se yergue como un hombre privilegiado. Que siga con vida mientras otros que muy poco antes estaban con él la han perdido es algo portentoso”[5], pues, a pesar de todo, el “momento de sobrevivir es el momento del poder”[6]. Más allá de la incomprensión de sus pasos, su viaje le ha deparado un sentido, quizás frágil y aun deleznable, pero siempre excepcional. Su oposición sirve de poco: sometido a la aberración de un destino errático, el último reducto de seguridad que anidaba en él, esto es, ser un fetasiano, se agrieta y se muestra el esencial absurdo de la existencia: su vida y su muerte como completo error, representación cabal de un delirio.


[1] BÉCQUER, GUSTAVO ADOLFO: La Creación en Leyendas, pág. 185,  Cátedra, Madrid, 1993.
[2] Tanto esta, como las sucesivas citas de Fetasa, están extraídas de la edición de Editorial Interinsular Canaria de 1984.
[3] UNGARETTI, GIUSEPPE: Sentimiento del tiempo/La tierra prometida, págs. 63-65, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 1998.
[4] Una manifestación harto diáfana de esta tesis queda recogida en la ínclita Carta a Meneceo de Epicuro: “Así, pues, el más terrible de los males, la muerte, nada es para nosotros, porque cuando nosotros somos, la muerte no está presente y, cuando la muerte está presente, entonces ya no somos nosotros. En nada afecta, pues, ni a los vivos ni a los muertos, porque para aquellos no está y éstos ya no son”. Cf. EPICURO: Sobre el placer y la felicidad, pág. 83, Círculo de Lectores, Barcelona, 2001. Idea que repetirá sin apenas modificaciones el estoicismo; vide máxima nº 28 del libro sexto de las Meditaciones de Marco Aurelio.
[5] Cf. CANETTI, ELÍAS: Masa y poder, pág. 288, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2002.
[6] Ibíd., pág. 287.

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