Artículo en el suplemento El Perseguidor de Diario de Avisos |
La
obra de José Carlos Cataño (La Laguna, 1954) abarca prácticamente todos los géneros literarios, aunque la vertiente poética sea la principal y actúe como unificadora del
conjunto. Su poesía reunida desde 1975 a 2005 figura en el volumen
El amor lejano (que
incluye los siguientes libros: Disparos
en el paraíso, Muerte
sin ahí, El
cónsul de Mar del Norte, A
las islas vacías y Para
enterrar a los muertos en las palabras).
Con posterioridad ha editado el
poemario Lugares que fueron tu rostro.
Además, su escritura conoce tanto el ensayo (deliciosa recopilación
es Aurora y exilio),
como la novela (De tu boca a los cielos
y Madame)
y los diarios, cuya primera parte nos ha ofrecido en Los
que cruzan el mar.
Quisiera
resaltar, en primer lugar, dos hechos nada baladíes: el desarrollo orgánico que subyace en sus poemas y la reelaboración a que ha
sometido en varias ocasiones José Carlos Cataño a sus entregas
poéticas precedentes, denotando con ello una capacidad de
acendramiento y corrección si de esta manera podía avanzar aún
más, si cabe, hacia ese núcleo originario de emoción del que
germina el poema.
En
el transcurso de su dilatada trayectoria existen una serie de
preocupaciones continuas que han hallado concreción en sus diversos
poemarios. Sin embargo, observamos que cada uno surge de una
necesidad expresiva distinta, responde a un aliento que articula su
voz de una manera diferencial. Así, cada entrega obedecerá a las
dilataciones y retracciones de una respiración cambiante, como si la
escritura misma acusase la rotación de una marea interna de la
palabra. En efecto, Disparos en el
paraíso constituiría un primer
momento de expansión, por la amplitud respiratoria del verso y el
hálito abarcador e inclusivo de la palabra, donde cada sección del
libro brota de una explosión distinta, como episodios de una intensa
experiencia verbal. A este volumen cabría oponérsele, en la
secuencia trazada por la metáfora de las mareas internas, el
siguiente: Muerte sin ahí,
donde la voz de Cataño se retrae hasta un nivel extremo de
concentración verbal; a la violencia instaurada por la imagen en
Disparos en el paraíso
le sigue esta violencia implosiva. Sometida su escritura poética a
estas dilataciones y retracciones en el verso, el poeta busca una vía
de emancipación, una respiración más amplia todavía, y en el
tercer poemario, El cónsul del mar del
Norte, asistimos al nacimiento de un
conjunto de poemas en prosa a los que no les son ajenos -aparte de un
intenso lirismo- la ironía, cierto carácter narrativo y una honda
reflexividad.
En
el que es su última compilación hasta ahora, Lugares
que fueron tu rostro, se adentra ya en
un proceso de mayor transparencia: el poema, más que sometido a las
fluctuaciones de una corriente, se nos figura como una breve brisa de
relampagueante despojamiento. En las experiencias referidas se
percibe un abandono al fluir del mundo, cierta noción de fragilidad
y desasimiento, así como una suerte de ajuste de cuentas y
recapitulación. La expresión rotunda de textos anteriores se
aligera quedando “un parpadeo del sentido”, como dice de las
nubes en uno de sus versos.
Es
fama que el filósofo presocrático Empédocles de Agrigento nos legó
la visión materialista de un universo organizado en torno a cuatro
raíces o elementos. Esa cosmovisión se completaba con la existencia
de dos fuerzas opuestas que se alternaban y generaban los cambios y
distintos estados del universo. Los movimientos
de retracción y dilatación a los que me he referido en la obra de
Cataño se aplican, sobre todo, a sus aspectos formales; pero también
existe un correlato de esa visión en lo temático: cuando escribe
sobre la memoria, el amor, la muerte o la distancia, cada poema queda
insertado en un espacio dramático. De ahí que pivote sobre ciertos
fenómenos de los que habla esta poesía una especie de tensión que
dimana de la imposible armonización entre fuerzas contrarias.
Cabría
apostillar aquí que la poética de nuestro autor emerge de una
pulsión que trasciende el puro juego formal o la pose, señalizando
un sendero creativo de asunción de cuantos padecimientos el sujeto
haya experimentado. No se trata, pues, de una poética de lo celeste
y del ornato, sino de una aceptación de la misma escritura como
hecho vital, y de ahí esa enérgica plasmación de dinamismo. Un
encuentro profundo que es, en cierta medida, un sacrificio: si no de
inmolación, sí de hallazgo a través del pulso de la vida misma y
sus dolores. En efecto, así lo expresa en estos versos de Disparos
en el paraíso:
“Por ello hemos de manchar de sangre nuestras palabras; / Por ello
las palabras / no son meras ideas en la mente-”.
Sobre
la distancia, uno de sus temas centrales, como si de un cazador se
tratase -por usar una de sus metáforas-, hay un deseo íntimo del
regreso (la búsqueda del cazador), de la vuelta al origen. No
obstante, la lejanía ha obrado sus transformaciones: el que retorna
ya no es el mismo que ha partido, el territorio del origen ha
cambiado y no acepta del todo a este nuevo extranjero (rechazo de la
presa). El tiempo no ha transcurrido en balde: entre el origen y la
vuelta una brecha insinúa con mayor ahínco la proximidad de la
muerte. Todo viaje es, en definitiva, una imposible búsqueda del
punto de partida.
Esta
dualidad que hemos señalado -fuga y regreso- instaura una grieta que
se deja palpar en el tratamiento de la insularidad. La isla entraña
un punto de anclaje y, también, un instante más de la travesía.
Desde temprano, su
poesía ha atendido a cómo la memoria reconfigura el pasado,
irrecuperable ya. Entre esta ansia de fijación y el conocimiento de
la ficción que comporta todo acto de recuerdo, se despliega un
conflicto esencial: la impronta de un exilio marcado por las
pérdidas, las ausencias. Memoria: acercamiento a lo perdido o
ausente, a lo que la distancia -espacial o temporal- aleja. Pero
aproximación que es, asimismo, traición, simulación, reinvención.
Así, pues, la escritura se torna deslizamiento hacia un centro
inalcanzable y, en este sentido, la palabra poética resulta ser
huella de una demorada extranjería, de un sentir del destierro.
La
obra de José Carlos Cataño transpira la nostalgia y el ansia de una
fijeza que se sabe imposible. Esta deriva que quiebra la vida entre
la apetencia y el vacío le hace escribir en El
cónsul del Mar del Norte:
“Después de todo, la vida es un puente hacia la verdad, cuyo peso
se enamora del abismo”.
Escritura
a la intemperie y en permanente tránsito. Por su intensidad, riesgo
y belleza, pueden considerarse sus poemas entre las cotas más altas
de la poesía española de las últimas décadas.
(Texto publicado en el suplemento El Perseguidor
de Diario de Avisos el 23/3/14)
(Texto publicado en el suplemento El Perseguidor
de Diario de Avisos el 23/3/14)
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