Publicado originalmente en Culturamas.
El escritor Miguel Ángel Serrano (1965), autor de las novelas Tango,
Jardín de espino y El hombre de bronce, acaba de
publicar su primer poemario bajo el sello Bartleby. Enfrentarse con
un primer volumen de poemas suele entrañar la difícil situación de
abordar la lectura de inmaduras composiciones. Semejante perspectiva
no se cumple en Un presagio. Ciertamente, la voz de Miguel
Ángel Serrano se nos muestra aquí forjada en metálico resonar.
Sustancia, la de sus versos, no volátil, sino hiriente conciencia.
Claudio Rodríguez podría evocarse como un lejano ascendiente: por
la riqueza verbal e imaginativa pero, sobre todo, por su visión,
más allá de otras consideraciones lingüísticas en las que
difieren notablemente, como la especificidad sintáctica de cada
autor. Con un laborioso ejercicio rítmico, la lengua poética de Un
presagio deja traslucir un rigor de orfebre: el manejo sutil y
exacto de la palabra que, no obstante, se derrama con una riqueza
léxica interesante y la confección de imágenes y metáforas
sublimes y atrevidas (que recuerdan, en alguna ocasión, a Miguel
Hernández o algunos poetas de nuestro siglo XVII). Asimismo existe
una peculiar construcción fraseológica con una retórica arcaizante
por momentos, modernista incluso en versos esporádicos (sin
exceptuar alguna expresión manida a este respecto como “Ahora el
patio es jardín fragante”). Estos elementos están a disposición
del ofrecimiento de una poética donde la naturaleza es tema
cardinal: no frondosa ni exuberante, sino menesterosa, rural. El
sujeto lírico dialoga permanentemente con esta naturaleza, con sus
emanaciones, que siempre
están por decir algo. Cada poema corrobora un escenario en el que el
yo enunciativo y el
resto de seres danzan en una fusión dialógica: mónadas o cuerpos
que se entrecruzan y significan para el otro. De ahí la importancia
de las prosopopeyas, sustentadoras de este coloquio
naturalista. Fundamentación de una physis
equilibrada y sencilla (mundo humilde y próximo y, a la vez, lejano)
y una proyección de la memoria hacia el paisaje. En efecto: el sol,
el agua, los árboles o los pájaros en estos poemas se revelan,
respiran y sienten. El ser humano se escucha a sí mismo en ese
lenguaje. Las entidades referidas se encarnan y se vuelven presencias
para el sujeto lírico, escrutador de inminencias, de ese presagio
del título, que o bien no se cumple o lo hace de una manera
derivada, no esperada. En cierto sentido, la poesía de Miguel Ángel
Serrano podría adscribirse a una suerte de Naturlyrik
que tan singulares cultivadores tuvo al iniciarse la segunda mitad
del siglo pasado en Alemania (piénsese en Günter Eich, en Johannes
Bobrowski o Peter Huchel).
La idea de travesía recorre el poemario: una navegación externa que atiende al orbe circundante, e interna, por cuanto se columbra un fenómeno de exploración en la propia memoria. Travesía o trayecto indirecto, pasivo: para tenderse en la hierba y escuchar el universo, presentir las grafías del mundo. Un “Lento peregrinar desganado / laborar en laberinto” como se enuncia en el poema Jubileo. Dejarse penetrar por el paisaje en una clara sumersión, afinándose o agudizándose así lo percibido, accediendo el recuerdo de lo pretérito a una vívida experiencia de refundación en el ahora. Por tanto, el paisaje, el espacio, sensu lato, no es solo representación de unas coordenadas físicas, sino también el lugar de resurrección de la memoria.
La idea de travesía recorre el poemario: una navegación externa que atiende al orbe circundante, e interna, por cuanto se columbra un fenómeno de exploración en la propia memoria. Travesía o trayecto indirecto, pasivo: para tenderse en la hierba y escuchar el universo, presentir las grafías del mundo. Un “Lento peregrinar desganado / laborar en laberinto” como se enuncia en el poema Jubileo. Dejarse penetrar por el paisaje en una clara sumersión, afinándose o agudizándose así lo percibido, accediendo el recuerdo de lo pretérito a una vívida experiencia de refundación en el ahora. Por tanto, el paisaje, el espacio, sensu lato, no es solo representación de unas coordenadas físicas, sino también el lugar de resurrección de la memoria.
En la estructura poemática se conjugan versos con una gran carga
descriptiva y otros de corte meditativo que exhiben una rotundidad
de sentencia o máxima. En el poema Viento largo, por ejemplo,
se muestra en su pureza la vena naturalista desde un afán
descriptivo y enumerativo. Las presencias
y elementos mentados en cada verso se suceden como aspectos de una
composición que observa el sujeto lírico. Al final, se
identifican el que mira y lo mirado, ambos se resuelven en una
misma corriente sin confundirse: no la unidad, sino las equivalencias
temporales resultantes de la comunicación entre ambos, de un
contexto de convergencias creado por su común historia.
A
noventa años de la edición de Presagios,
de Pedro Salinas, se publica Un presagio.
Uno, unívoco, el presagio que acontece, no exento de un tono
nostálgico o melancólico, vertido con levedad, a través de las
varias composiciones; un cierto pesimismo acerca de lo humano
manifestado por su estar entre parajes que lo anonadan y que esbozan,
con estupor, su nada elemental. La luz no es únicamente claridad y
transparencia, también agresión solar, violenta conquista, aspereza
intratable, abrasadora luminosidad. En el poema El mañana
estancado, leemos al final:
“Corre el hombre para alcanzar la orilla / hurtada: la crecida ha
borrado la línea / y no puede decirse que haya purificación, /
siquiera baño. Sí un hundimiento”. El regreso no nos obsequia
con redención alguna: constatamos la irrenunciable cicatriz que el
tiempo hiende en nosotros. La travesía de la porosa lucidez de la
que rescatamos, acaso última pavesa en el definitivo desierto, esos
instantes de rara comunión verbal.
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